Concebidos como centros de abastecimiento en el siglo XIX, estos locales pronto se convirtieron en instituciones sociales para el gauchaje. El tiempo pasó, pero las costumbres y leyendas siguen vigentes entre sus paredes.
En esa línea recta que dibuja la pampa para delimitar el cielo de la tierra, unas construcciones tan antiguas como la patria emergen en el horizonte. Ancladas en un tiempo que habla en pretérito, las pulperías todavía se encuentran esparcidas en la campaña bonaerense como testigos del corazón de cada pueblo. Mezcla de taberna y almacén, las que sobreviven mantienen la idiosincrasia del campo, el gusto por la conversación y los vasos bien dispuestos para la caña.
Si bien quedan unos veinte establecimientos, en el siglo XIX llegaron a existir 350. Las pulperías no sólo funcionaban como tiendas de ramos generales con bebidas blancas a la venta, además eran el ámbito para la charla, la payada, las partidas de truco y hasta el espacio para desafiarse a muerte. Ciertamente, por esa época el campo argentino no era un lugar para los débiles, y las riñas entre gauchos eran tan comunes que aún pueden verse las rejas puestas en los mostradores para resguardar al pulpero.
Con su fisonomía intacta, estos templos rurales continúan siendo el centro de la rutina campera. Las estanterías repletas de productos de antaño, los carteles que anuncian la prohibición de ingresar “armado y con sombrero” y las cajas registradoras centenarias hablan de una herencia viva. Las peleas entre paisanos ya no existen, pero al entrar a las pulperías de Navarro,
San Antonio de Areco, Baradero o Mercedes, se pueden revivir las historias de Don Segundo Sombra, el gaucho Juan Moreira y, por qué no, hasta del mismísimo Martín Fierro.