El circuito se interna en
los paisajes más imponentes del país para explorar los placeres de
Baco. Sol, montañas y viñedos se mezclan en este viaje que deja un
sabor único en el recuerdo.
Parece
que el vino fue un regalo del cielo. Según una leyenda persa, un ave
dejó caer unas semillas a los pies del rey Djemchid y pronto de la
tierra surgieron las primeras uvas. Estas fueron recolectadas y
almacenadas en el depósito real, pero los frutos empezaron a
fermentar velozmente y, por su intenso olor, todos creyeron que en el
palacio se guardaba veneno. El descubrimiento recién lo hizo una
cortesana del harén que había perdido los favores del monarca.
Ella, desesperada, buscó ese oscuro jugo con la intención de
suicidarse, aunque el efecto fue el contrario: la encontraron
bailando y cantando de felicidad.
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Así,
el vino sieMpre ha sido compañero de tristezas y alegrías. Los
romanos lo entendieron rápidamente con sus bacanales (festejos en
honor al dios Baco), pero los argentinos tampoco hemos sido perezosos
a la hora de celebrar las virtudes de la vid. No sólo tenemos
nuestra fiesta de la vendimia, sino que contamos con un trayecto
dionisíaco por donde peregrinar en busca de experiencias
espirituosas: la ruta del vino.
Con
la cordillera de los Andes detrás, la vitivinicultura se practica
por un corredor que empieza en la provincia de Salta y llega hasta la
Patagonia.
A lo largo de casi 2.700 kilómetros, los paisajes cambian, las
culturas también, pero la exigencia por el buen vino se mantiene.
Cada región tiene sus propias cepas y técnicas, que se traducen en
sabores característicos y, sobre todo, en propuestas diferentes.
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La
Rioja.
En la “costa” (como denominan los lugareños a todo lo que está
al lado del cordón montañoso), entre caseríos de adobe y cielos
pincelados con viento, la provincia ofrece bodegas industrializadas y
centros artesanales.
Su
especialidad son los varietales syrah,
malbec, chardonnay, merlot, cabernet sauvignon y el premiado
torrontés, aunque también puede disfrutarse el vino patero (llamado
así porque las uvas se aplastaban con los pies), junto con otros
productos, como olivas, nueces, quesos y frutos almibarados. Con
epicentro en Chilecito, todo el valle de Famantina brinda
degustaciones de calidad y aventuras por el Parque Nacional
Talampaya.
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San
Juan. En
la aridez de este paisaje ocre, el verde de los viñedos seduce a
cualquier paladar. El suelo sanjuanino es famoso por las excursiones
inolvidables al Valle de la Luna y su clima templado, pero también
por el refinamiento y particularidad de sus cavas: hay algunas con
museos, otras son subterráneas y hasta se puede visitar una
enclavada en el medio de la montaña. Si bien la oferta es diversa y
se puede conocer el proceso de fermentación, estacionamiento y
embotellado de distintas variedades, los amantes del syrah o de los
espumantes y vinos licorosos encontrarán, especialmente, su rincón
en el mundo.
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Mendoza.
Un
malbec, un horizonte de cumbres y un atardecer lleno de aromas, entre
álamos y parras, puede ser una de las tantas alternativas que
propone la tierra cuyana. Es que esta provincia es la principal
productora del país y, por sus distintos suelos, tiene la mayor
oferta de enoturismo. Las opciones abarcan todos los gustos: hoteles
entre cultivos o con galerías de arte, spas con vinoterapia,
cabalgatas, recorridas en bicicleta, autos antiguos o carruajes,
tours con cosecha y poda incluidas, y hasta vuelos en globo
aerostático, forman parte de las experiencias que este terruño
promete a clásicos y aventureros.
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Sin
dudas, la ruta del vino constituye un acontecimiento para los
sentidos. Con copa en mano, en la cata, el gusto y el olfato se
extasían, mientras la vista se deleita con escenarios paradisíacos.
Hacia el final, sea cual sea la ciudad que se visite, es seguro que
los oídos reclamarán otro brindis por el destino elegido.